Calendarios
¿Qué es lo que uno le pide a un nuevo año?
Por empezar que sea bueno, pero además que coincida con el año astronómico (365 días, 5 horas, 48 minutos y 46 segundos). Al fin y al cabo, un año es el tiempo que tarda la Tierra en completar una órbita entera alrededor del Sol y una de las mínimas exigencias que debe tener un año de buena calidad es que su duración y la del viaje de la Tierra en su órbita sean iguales. No se trata de un mero capricho: es interesante que las estaciones empiecen más o menos siempre en la misma fecha: que el otoño y la primavera (equinoccios) se produzcan el 21 de marzo y el 21 de septiembre, y que el comienzo del verano y del invierno (solsticios), el 21 de diciembre y de junio respectivamente. El asunto de las estaciones era de vital importancia para las antiguas sociedades agrícolas que debían determinar las fechas de siembra y recolección.
Los primeros y primitivos calendarios lunares no conseguían encajar en el año solar: las discrepancias se corregían de tanto en tanto agregando un mes o algunos días extra. Pero en el siglo I antes de Cristo, en Roma, los errores acumulados habían logrado que el año civil y el solar estuvieran desfasados en tres meses: el invierno empezaba en marzo y el otoño en diciembre, lo cual sin duda era bastante incómodo.
Julio César introdujo la primera gran reforma. Impuso el uso universal del calendario solar en todo el mundo romano, fijó la duración del año en 365 días y seis horas, y para que esas seis horas de diferencia no se fueran acumulando se intercaló un día extra cada cuatro años: los años bisiestos tienen trescientos sesenta y seis días. La reforma entró en vigencia el 10 de enero del año 45 a. de C. —805 de la fundación de Roma—. Con el tiempo, se impuso la costumbre de tomar como bisiestos los años que son múltiplos de cuatro.
Pero aquí no acabó la cosa, ya que el año juliano de 365 días y seis horas era un poco más largo (11 minutos y 14 segundos) que el año astronómico real, y otra vez los errores empezaron acumularse: a fines del siglo XVI las fechas estaban corridas alrededor de diez días, y la primavera empezaba el 11 de septiembre: el Papa Gregorio XIII emprendió una nueva reforma para corregir las discrepancias y obligar a las estaciones a empezar cuando deben: por un decreto pontificio de marzo de 1582, abolió el calendario juliano e impuso el calendario gregoriano. Se cambió la fecha, corriéndola diez días: el 11 de septiembre (día en que se producía el equinoccio de primavera) se transformó “de facto” en el 21 de septiembre, con lo cual se eliminó el retraso acumulado en dieciséis siglos y el año civil y el astronómico volvieron a coincidir.
Pero además se modificó la regla de los años bisiestos: de ahí en adelante serían bisiestos aquellos anos que son múltiplos de cuatro, salvo que terminen en dos ceros. De estos últimos son bisiestos sólo aquellos que sean múltiplos de cuatrocientos (como el 1600). Los otros (como el 1700) no. Así, ni el 1800 ni el 1900 fueron años bisiestos. El año 2000, sin embargo, lo será (porque aunque termina en dos ceros es múltiplo de cuatrocientos): la formula permite eliminar tres días cada cuatro siglos, que es la diferencia que acumulaba el calendario juliano en ese lapso.
Sin embargo, aun el “año gregoriano” con todas sus correcciones es 26 segundos más largo que el año astronómico, lo cual implica un día de diferencia cada 3323 años. Para corregir esta pequeña discrepancia se ha propuesto sacar un día cada cuatro mil años de tal manera que el año 4000, el 8000 o el 16000 no sean bisiestos (aunque les toca). En todo caso, de la longitud del año ocho mil, o dieciséis mil, no necesitamos preocuparnos ahora: los años que estamos usando tienen una duración más que aceptable.
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